De Detroit al Amazonas
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens |
Introducción del editor de Tom Dispatch
En los años veinte el eslogan de ventas no se andaba con miramientos: “Ford, el coche universal.” En la década de los cuarenta, a la espera de una época dorada, se mostraba esperanzado: “Hay un Ford en tu futuro.” En los cincuenta y sesenta, tenía miras amplias: “Ford tiene una idea mejor.” En los setenta, un ligero tono suplicante: “Ford quiere ser la compañía de tu coche.” En los ochenta, se había convertido en una pregunta: “¿Has conducido un Ford últimamente?” En 2004, era simplemente una mentira: “Ford, construido para la carretera que te espera.” Ahora, que sepamos, debiera haber sido algo como: “Ford, hecho para el precipicio del futuro.”
En retrospectiva los Tres Grandes, tuvieron otrora la misma autoseguridad imperial respecto al producto. Chevrolet, claro está, era “el latido de EE.UU.” Cadillac fue “el estándar del mundo.” Buick, “el espíritu del estilo de EE.UU.” Y Pontiac: “Somos la pasión de conducir.” Bueno, ya no, mi amigo.
Todavía tengo mi viejo Ford Taurus, pero el otro día, el Wall Street Journal publicó un artículo sobre Detroit señalando que, aunque todavía pueda mantener el mismo lema, la “Ciudad del Automóvil”, igual que las líneas anteriores, parece representar la más triste de las historias. “Tienes que abandonar la ciudad,” señaló Andrew Grossman del Journal, sólo para comprar un nuevo Chrysler o un Jeep, ahora que los concesionarios locales han cerrado sus negocios. Lo mismo vale si quieres comprar un libro nuevo, ya que la cadena de librerías Borders, fundada a sólo 60 kilómetros de distancia, cerró su tienda en Detroit en junio. Lo mismo vale para casi todo lo demás. Ya ni siquiera hay una tienda de comestibles de alguna cadena nacional en algún sitio de la ciudad. ¡Y que me hablen de que EE.UU. se vacía!
El otro día presenté algunas recomendaciones para la lectura de verano. Tengo una sugerencia más: considéralo tu lección de historia de EE.UU., totalmente extraño, profundamente cautivador, para los cálidos meses del colapso automotor estadounidense. Hablo de “Fordlandia, The Rise and Fall of Henry Ford's Forgotten Jungle City” [Fordlandia, el ascenso y la caída de la ciudad en la selva de Henry Ford] de Greg Grandin. Como colaborador regular de TomDispatch, Grandin lo deja asombrosamente claro a continuación, la historia que cuenta no podría ser más relevante para nuestro momento difícil de catástrofe económica y automotriz – o más extraño. Tom
Un viaje por las ruinas del imperio
De Detroit al Amazonas
El imperio termina con una retirada. No, como muchos supusieron hace unos años, de Iraq. Allí, como en Afganistán, aguantamos hasta el final, pase lo que pase, atrapados en la mayor acumulación de chatarra “demasiado grande para fracasar”. Pero, una retirada de Detroit.
Por cierto, la verdadera evacuación de la Ciudad del Automóvil comenzó hace décadas, cuando Ford, General Motors, y Chrysler comenzaron a transferir más y más de sus operaciones fuera del área del centro hacia áreas rurales más difíciles de sindicalizar y, finalmente, al extranjero. Incluso cuando la economía florecía en los años cincuenta y sesenta, cada día 50 residentes de Detroit ya hacían sus maletas y partían de la ciudad. Para cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, Detroit ya tenía decenas de miles de lotes baldíos y más de 15.000 casas abandonadas. Impresionantes edificios Beaux Arts y modernistas fueron abandonados para que volvieran a la naturaleza, sus pisos y techos cubiertos por pasto. Ahora apenas sirven de recargadas pajareras.
En términos mitológicos, sin embargo, Detroit sigue siendo la cuna ancestral del celebrado capitalismo estadounidense. Y mirando hacia los años por venir, la repentina desintegración de los Tres Grandes en este año seguramente será vista como un golpe al poder estadounidense comparable con el fin del Raj, la pérdida de India por Gran Bretaña, esa joya en la corona imperial, en 1948. Olvidemos la posesión de una colonia o de la bomba, en la segunda mitad del Siglo XX, la verdadera marca de una potencia mundial fue la capacidad de hacer un motor V-8 de precisión.
Ha habido abundantes disecciones de lo que anduvo mal en la industria automotriz, así como cariñosas reminiscencias sobre los días juveniles de Detroit, sobre inmensos ‘tailfins’ y carburadores de doble cuerpo. El año pasado, el icónico Clint Eastwood incluso acabó con el icónico trabajador automovilístico blanco en su cinta Gran Torino. Pocos de estos post mortem han dado a conocer, sin embargo, hasta qué punto Detroit fue crucial para la política exterior de EE.UU. – no sólo como sostén de la economía de alta tecnología, de altos beneficios por la exportación, de EE.UU., sino como confirmación de nuestro sentido de nosotros mismos como primera potencia del mundo (aunque al vincular la desaparición de Detroit con la repercusión de la guerra ilegal del presidente Nixon en Laos, Eastwood por lo menos llegó más cerca que la mayoría).
Detroit no sólo suministró una corriente continua de símbolos del poder cultural de EE.UU., sino ofreció el conocimiento organizativo necesario para dirigir una vasta empresa industrial como una compañía automotriz – o un imperio. A los eruditos les encanta citar al presidente de GM, Charlie “Engine” Wilson, quien dijo genialmente que pensaba que lo que era bueno para EE.UU. “era bueno para General Motors, y viceversa.” Pocas veces se señala, sin embargo, que Wilson hizo su observación en su audiencia de confirmación ante el Senado para ser Secretario de Defensa de Dwight D. Eisenhower. En el Pentágono, Wilson impuso el modelo burocrático corporativo de GM a las fuerzas armadas, modernizándolas para librar la Guerra Fría.
Después de GM, le tocó a Ford tomar las riendas, y John F. Kennedy nombró a su director ejecutivo
Robert McNamara y sus “niños precoces” para que prepararan a las tropas estadounidenses para una “larga lucha nebulosa, año tras año.” McNamara utilizó el enfoque de “administración de sistemas” integrado de Ford para lanzar una “matanza mecanizada, deshumanizada” desde los cielos contra Vietnam, Laos y Camboya, como la describiera una vez el historiador Gabriel Kolko.
Tal vez, por lo tanto, deberíamos pensar en las ruinas de Detroit como nuestro Foro Romano. Tal como los arcos triunfales de Roma todavía nos recuerdan sus pasadas victorias imperiales en Mesopotamia, Persia, y otros sitios, así los actuales edificios dilapidados de ‘Motown’ invocan la supremacía en rápida desaparición de EE.UU.
Entre los más imponentes está la fábrica de Henry Ford en Highland Park, cerrada desde fines de la década de los cincuenta. Apodada Palacio de Cristal por sus muros de vidrio desde el piso al techo, fue donde Ford perfeccionó la producción en línea de montaje, construyendo 9.000 Modelo T por día – un millón hasta 1915 – catapultando a EE.UU. a años luz por delante de Europa industrial.
También allí Ford pagó por primera vez a sus trabajadores cinco dólares por día, creando uno de los vecindarios de clase trabajadora de más rápido crecimiento y más próspero de todo EE.UU., repleto de excelentes casas de estilo Artes y Oficios. Actualmente, Highland Park parece una zona de guerra, con calles cubiertas de trozos de vidrio y flanqueadas por casas quemadas. Más de un 30% de su población vive en pobreza, y más vale no conocer las cifras de desempleo (más de un 20%) o los ingresos anuales promedio (menos de 20.000 dólares).
Hay un recuerdo de que no fue siempre así. Una pequeña placa de registro histórico delante de la fábrica Ford dice: “la producción en masa pronto pasó de aquí a todas las fases de la industria estadounidense y sentó las bases para la abundancia de la vida del Siglo XX.”
EE.UU. en el Amazonas
Para comprender verdaderamente hasta dónde ha caído EE.UU. de las alturas de su grandeza industrial – y para comprender cómo esa grandeza condujo a estupendos actos de locura – hay que visitar otro conjunto de ruinas lejos del cinturón de óxido del medio oeste estadounidense; yacen, en lo profundo (y casi olvidadas) en, de todos los lugares imaginables, en la selva tropical del Amazonas brasileño. Allí, cubierto por enredaderas tropicales, está el testamento de Henry Ford para la creencia de que el Modo de Vida Estadounidense podía ser fácilmente exportado, incluso a uno de los sitios más salvajes del planeta.
Ford poseía bosques en Michigan, así como minas en Kentucky y West Virginia, que le daban el control sobre todos los recursos naturales necesarios para hacer un coche – con la excepción del caucho. De modo que, en 1927, obtuvo una concesión de tierras amazónicas del tamaño de un pequeño Estado estadounidense. Ford podría haber establecido simplemente oficina de adquisición, y comprado caucho de productores locales, dejando que vivieran sus vidas a su gusto. Es lo que hacían otros exportadores de caucho.
Ford, sin embargo, tenía ideas más grandiosas. Se sintió en la obligación de cultivar no sólo “caucho sino también a los recolectores de caucho.” De modo que se lanzó a superponer el modo de vida estadounidense a Amazonia. Hizo que sus gerentes construyeran casas con techos de tejas al estilo Cape Cod para la mano de obra brasileña que contrató. Los instó a plantar jardines y huertas y a comer pan de trigo, arroz integral, melocotones de Michigan en latas, y harina de avena. Llamó su ciudad en la selva, con orgullo apropiado, Fordlandia.
Eran los años veinte, por supuesto, y por lo tanto sus gerentes impusieron la Prohibición del alcohol, o por lo menos trataron de hacerlo, aunque no era una ley brasileña, como en EE.UU. en esos días. Los fines de semana, la compañía organizaba bailes de ‘square dance’ y declamación de poesía de Henry Longfellow. El hospital construido por Ford en la ciudad ofrecía atención sanitaria gratuita a trabajadores y visitantes por igual. Fue diseñado por Albert Kahn, el renombrado arquitecto que construyó una serie de los edificios más famosos de Detroit, incluido el Crystal Palace. Fordlandia tenía una plaza central, aceras, fontanería interior, céspedes cuidados, un cine, tiendas de zapatos, heladerías y perfumerías, piscinas, canchas de tenis, un campo de golf y, por supuesto, Modelos T que circulaban por sus calles pavimentadas.
El choque entre Henry Ford – el hombre que redujo la producción industrial a los movimientos más simples a fin de producir una serie de productos infinitamente idénticos, el primero indistinguible del millonésimo – y el Amazonas, el ecosistema más complejo y diverso del mundo, fue chaplinesco en lo absurdo, y produjo un desfile de calamidades propias de una película de Hollywood. Hay que pensar en “Tiempos Modernos” que se encuentra con “Fitzcarraldo”.
Los trabajadores brasileños se rebelaron contra el puritanismo de Ford y la naturaleza se rebeló contra su regimentación industrial. Dirigida por administradores incompetentes que sabían poco de la plantación de caucho y mucho menos de ingeniería social, Fordlandia se vio plagada en sus primeros años por el vicio, peleas con cuchillos, y disturbios. El sitio parecía menos ‘Nuestro Pueblo’ que Deadwood, y burdeles y bares se propagaban por sus bordes.
Ford finalmente logró controlar su feudo homónimo, pero como insistió en que sus administradores plantaran los gomeros en filas cerradas – en sus fábricas en Detroit, Ford acercó genialmente a sus máquinas para reducir los movimientos – creó realmente las condiciones para la propagación explosiva de los insectos y plagas que viven del caucho, y estos terminaron por devastar la plantación. Durante casi dos décadas, Ford invirtió millones y millones de dólares en el intento de lograr que su utopía en la selva trabajara al estilo estadounidense, pero ni una gota de látex de Fordlandia llegó a introducirse en un coche Ford.
Lo más espeluznante de todo esto es lo siguiente: Hoy en día, las ruinas de Fordlandia se parecen en mucho a las de Highland Park, así como otras ciudades en el cinturón de óxido que otrora resonaban con vida centrada en una fábrica ahora han retornado a la maleza. Existe, de hecho, un extraño parecido entre el depósito de agua oxidado de Fordlandia, su aserradero con los vidrios rotos y su planta eléctrica vacía y los cascarones de las mismas estructuras en Iron Mountain, una decaída ciudad industrial en la península superior de Michigan que también solía ser una ciudad de Ford.
En el Amazonas, el hospital de Albert Kahn se ha derrumbado, la selva ha recuperado el campo de golf y las canchas de tenis, y los murciélagos se han establecido en casas en las que vivieron en otros días los gerentes estadounidenses, cubriendo sus paredes de yeso con una capa de guano. No hay una placa conmemorativa que marque su lugar en la historia, Pero Fordlandia, no menos que la ruina de Detroit, es un monumento a los titanes del capital estadounidense – ninguno más titánico que Ford – que creyeron que EE.UU. ofrecía un modelo universal, y universalmente reconocido, para el resto de la humanidad.
Sería fácil leer la historia de Fordlandia como una parábola para la arrogancia. Con una gran determinación e indiferencia sobre el mundo que parecen demasiado familiares, Ford rechazó deliberadamente el consejo de expertos y se lanzó a convertir el Amazonas en el Medio Oeste de su imaginación. Mientras más fracasaba el proyecto como tal – es decir, la producción de caucho – más lo defendían los funcionarios de Ford como misión civilizadora; se puede pensar en ello como una especie de distante muestra previa del conjunto en permanente expansión de justificaciones de los motivos por los cuales EE.UU. invadió Iraq hace seis años.
Pero Fordlandia penetra de un modo más profundo en la médula de la experiencia estadounidense.
Hace más de 50 años, el historiador de Harvard, Perry Miller, dio una famosa conferencia que intituló "Misión en la selva."
En ella trató de explicar por qué los puritanos ingleses partieron, para comenzar, hacia el Nuevo Mundo, en lugar de ir, digamos, a Holanda. Fueron, sugirió Miller, no sólo para escapar a la corrupción de la Iglesia de Inglaterra, sino para completar la reforma protestante de la cristiandad, que se había estancado en Europa.
Los puritanos no huyeron al Nuevo Mundo, dijo Miller, sino más bien trataron de dar a los fieles en Inglaterra un “modelo que funcione” de una comunidad más pura. Dicho de otra manera, algo central desde el comienzo para la expansión en América fue una “profunda inquietud”, un sentimiento de que “algo ha andado mal” en casa. Cuando la Colonia de la Bahía de Massachusetts sólo tenía unas pocas décadas, el descontento Cotton Mather comenzó a aprender español, pensando que se podría crear una mejor “Nueva Jerusalén” en México.
La fundación de Fordlandia fue impulsada por una intranquilidad semejante, un sentido de desgaste, incluso en buenos tiempos, de que “algo había ido mal” en EE.UU.
Cuando Ford se lanzó a su aventura amazónica, ya había pasado la mayor parte de dos decenios, y una gran parte de su enorme fortuna, tratando de reformar la sociedad estadounidense. Sus frustraciones y descontento con la política y la cultura interior eran numerosas. La guerra, los sindicatos, Wall Street, los monopolios de la energía, los judíos, los bailes modernos, la lecha de vaca, Teodoro y Franklin Roosevelt, los cigarrillos y el alcohol fueron algunos de sus numerosos blancos y quejas.
Pero debajo de todos esos enojos imaginarios se agitaba el hecho de que la fuerza que el capitalismo industrial había ayudado a desatar estaba socavando el mundo que esperaba restaurar.
Ford predicaba con la confianza de un pastor su única y verdadera idea: que una productividad en crecimiento permanente combinada con una remuneración en crecimiento permanente mitigaría el penoso trabajo humano y crearía prósperas comunidades de la clase trabajadora, y beneficios corporativos dependientes de la continua expansión de la demanda de los consumidores.
“Altos salarios,” como dijo Ford, para crear “grandes mercados.”
A fines de los años veinte, el fordismo – cómo llegó a ser llamada esa idea – era sinónimo de forma de pensar estadounidense, envidiada en todo el mundo por tener un capitalismo industrial aparentemente humanizado.
Pero el fordismo contenía en sí las semillas de su propia destrucción: la ruptura del proceso de montaje en tareas cada vez más pequeñas, combinada con rápidos progresos en el transporte y la comunicación, facilitó que los fabricantes se salieran de la relación de dependencia establecida por Ford entre altos salarios y grandes mercados. Los bienes podían ser producidos en un sitio y vendidos en otro, eliminando el incentivo que los empleadores tenían para pagar a los trabajadores lo suficiente para que compraran los productos que fabricaban.
En Roma, las ruinas aparecieron después de la caída del imperio. En EE.UU., la destrucción de Detroit ocurrió incluso mientras el país se elevaba a nuevas alturas como superpotencia.
Ford percibió temprano esa desarticulación y reaccionó ante ella, tratando por lo menos de ralentizarla de maneras cada vez más excéntricas.
Estableció por todo Michigan una serie de “aldeas-industrias” descentralizadas hechas para equilibrar el trabajo agrícola e industrial y rescatar el EE.UU. de los pequeños poblados.
Pero sus comunas pastorales no podían competir ante el poder puro de los cambios en cuya concepción Ford había tenido un rol tan importante.
De modo que se volvió al Amazonas para crear su Ciudad sobre la Colina, en este caso una ciudad en un valle de un río tropical, reuniendo todas las numerosas variedades de su creencia en lo utópico en un último y desesperado intento de tener éxito.
Hace casi un siglo, el periodista Walter Lippmann observó que el impulso por rehacer el mundo, representó una cepa común de “característica estadounidense primitiva,” reforzada por una confianza nacida de logros sin igual.
Luego continuó con una pregunta que quería ser sarcástica pero que, en los hechos, fue demasiado profética: “¿Por qué el éxito en Detroit no debiera garantizar el éxito frente a Bagdad?” Conocemos la ruina que acaeció en Detroit. ¿Hasta dónde en Bagdad? ¿Hasta dónde en EE.UU.?
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Greg Grandin es profesor de historia en la Universidad de Nueva York y autor numerosos libros, el más reciente “Fordlandia: The Rise and Fall of Henry Ford's Forgotten Jungle City,” (Metropolitan 2009). Para contactos escriba a: grandin@nyu.edu.
Copyright 2009 Greg Grandin