La rebelión indígena, firme como hace quinientos años
Este acto atroz -condenable desde todo punto de vista- nos devuelve a épocas y prácticas que se suponían ya superadas, sobre todo en lo que se refiere a la vida de nuestros pueblos aborígenes. Además de ello, revela con crudeza las consecuencias de este tipo de acuerdos comerciales bilaterales, con propósitos claramente neocolonialistas que obvian la necesidad de preservar para el futuro de la humanidadlos grandes reservorios de biodiversidad y de agua en función de los intereses económicos de las grandes corporaciones y de las oligarquías locales.
Igualmente, esta trágica experiencia demuestra el nivel de conciencia política alcanzado por nuestros pueblos indígenas a lo largo y ancho del continente, impulsándolo a actuar en resguardo de su hábitat, de su especificidad etno-cultural y de su participación efectiva en la toma de decisiones atinentes al destino de las naciones de las cuales forman parte.
Aunque las luchas indígenas actuales tienen una mejor difusión que en el pasado, no menos es cierto que éstas se mantienen en el mismo nivel que las libradas décadas atrás, por las mismas causas y con efectos parecidos. Así, a lo hecho por hacendados que ambicionaban engrosar su patrimonio personal, apoderándose a sangre y fuego de las tierras comunales pertenecientes a los pueblos autóctonos, como ocurre en las áreas rurales de Colombia con los grupos paramilitares como principales instrumentos de hostigamiento y muertes colectivas, se sumaron el hostigamiento y los desalojos sangrientos a manos de los garimpeiros en el territorio amazónico que comprende la frontera brasileño-venezolana.
En tales hechos ha prevalecido la mentalidad prejuiciada de los invasores y colonizadores europeos (y estadounidenses), según la cual los indígenas no pueden catalogarse de seres humanos, siendo un estorbo para el progreso, razones que, sencillamente, los harían desechables para la sociedad cristiana y occidental.
De este modo, las luchas indígenas se han hermanado a través del tiempo, desde las libradas por las comunidades waraos al ser expulsadas de sus territorios al represarse el Caño Manamo, en el delta del río Orinoco, al igual que los pueblos yucpas, barí, añu y wayuu en la Sierra de Perijá, en Venezuela; sin sustraerse de aquellas que han protagonizado los indígenas en Chiapas, los mapuches de Chile y los cocaleros de Bolivia, entre otras no menos importantes; todas ellas enfrentadas a la voracidad genocida y etnocida de un modelo de desarrollo y de civilización que los ha excluido desde un primer momento.
En el caso peruano, la concesión de grandes extensiones de tierras para la explotación maderera, minera y petrolera sobre reservas naturales y territorios que pertenecen a los pueblos indígenas -violando lo dispuesto en el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Declaración de las Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas- conforma parte del vasto plan de explotación de los recursos naturales que alberga la Amazonía.
Proyecto iniciado en su momento por la dictadura militar que imperaba en Brasil, esgrimiendo una concepción desarrollista a ultranza, y que acecha Estados Unidos con codicia no disimulada al proclamar en sus textos escolares que la selva del amazonas estaría bajo su directo control y protección por un mandato de la ONU, todo lo cual pone en grave riesgo la existencia de este gran pulmón vegetal.
En este último país, “existe una percepción sobre los pueblos indígenas como un factor de desestabilización y terrorismo”, de acuerdo al informe redactado por su Consejo Nacional de Inteligencia (Tendencias globales 2020. Cartografía del futuro global) en el cual se expone la llamada guerra de baja intensidad como fórmula para impedir las amenazas futuras a su hegemonía neocolonial, ahora con los TLC como avanzada en su ajedrez geopolítico continental.
Como hace quinientos años, la lucha indígena continúa.