Biblioteca Paco Urondo presenta dos reflexiones sobre el humor político, preferentemente en televisión.-
No va Sinatra Por Eduardo Fabregat
(Para Nasha, por esas noches frente a la tele)
La escena se produce durante una reunión de ejecutivos publicitarios: el director creativo presenta el acto magno de la presentación del producto, una superproducción que hará empalidecer a Hollywood, que involucra cientos de extras y recursos técnicos de toda clase, maquinaria, brillos, luces y lujos. El megalanzamiento concluirá en un gran estadio, el Madison Square Garden o quizás el Maracaná de Río de Janeiro, el Monumental de Buenos Aires o el Centenario de Montevideo. Allí estará reunida la alegre multitud, salpicada de estrellas, borracha de flashes: en el momento de máxima expectativa, cuenta el ejecutivo, los reflectores apuntarán al cielo, donde se recortará la figura de un helicóptero del cual descenderá, directo al escenario y entre papelitos y ovaciones, Frank Sinatra. Hay exclamaciones de admiración, felicitaciones, palmadas en la espalda, reverencias a la genialidad, el golpe propagandístico del siglo. Entonces suena el teléfono. El director creativo atiende, escucha unos segundos, balbucea “pero si... y entonces... bueno, bueno”. Cuelga. Mira a los presentes y anuncia:
–No va Sinatra.
De a poco, Ricardo Espalter, Enrique Almada, Raymundo Soto, Andrés Redondo, Eduardo D’Angelo, Julio Frade, Heber Hugo Carámbula, van abandonando la oficina con gesto adusto, los hombros caídos, descorazonados.
Nunca tuvieron un nombre de grupo. Los habían convocado unos productores llamados Los Lobizones, y en cada encarnación televisiva fueron variando el título del programa. Por eso fueron, de una vez y para siempre, Los Uruguayos. A comienzos de los ’60 y con el auspicio de Ancap –esa marca que en la República Oriental define tanto una nafta como una caña, que a veces queman igual–, el grupo apareció en la pantalla chica con Telecataplum, instalando una forma de humor inédita, amiga del juego de palabras, la pantomima y la sátira, capaz de presentar humor musical como el “Concherto para sopa y orquesta” antes de Les Luthiers, mucho antes de Ese amigo de Vinazi.
Cruzaron el charco en 1962 para debutar en Canal 13, y pasaron por todas las emisoras argentinas: fueron Jaujarana, Hupumorpo, Comicolor, Archihumor, Hiperhumor. Cambiaban los nombres, pero los personajes se instalaron. Si Alberto Olmedo y Javier Portales construyeron una dupla inolvidable con Borges y Alvarez, El Profesor de Almada y el Toto Paniagua de Espalter dieron vida a uno de los sketches más efectivos en la historia del humor televisivo. Espalter, el millonario sin cultura alguna, piloteaba como podía las equívocas indicaciones sobre modales del Profesor, que salpicaba su verba de términos enrevesados, “No hay caso: el que nace para pito nunca llega a ser corneta”, cerraba Quique, que no solo era un gran comediante, sino también –como Frade– un pianista de excepción.
Ese “humor blanco” fue la usina creativa de la que salieron El hombre del doblaje, la rutina del teléfono público y las Noches Cultas del gran Raymundo Soto (que saludaba con “Queridos teleexpectorantes...”), sucedido tras su muerte por Redondo con las Veladas Paquetas de Creppe Georgette. En los ’80, el Zar Romay apeló al recurso más viejo del mundo para elevar el rating, y así Hiperhumor ya no solo fue “La Disquería”, “La Farmacia” o las rimas truncadas del payador Gabino, sino también el desfile de chicas en paños menores y la aparición de Amalia “Yuyito” González y Noemí Alan prometiendo sacarse la tanguita después de la tanda.
El talento de los tipos seguía brillando, D’Angelo sacaba voces imposibles, Espalter provocaba hilaridad con un solo guiño de su cara pícara, pero ya no era exactamente lo mismo. Las vedettes eran una decoración que nada tenía que ver con las integrantes originales del grupo, capocómicas del fuste de Katia Iaros, Henny Trayles y Gabriela Acher.
Acher, linda y talentosa, llegaría a tener su propio programa, aquí y en España. Y no sólo fue solista y parte de Los Uruguayos, también pudo darse el lujo de cruzar líneas con otro grande. Un tipo de frac, peluca, gafas y cigarro que hoy se extraña como nunca.
---
“Ser candidato oficialista en este momento es más difícil que jugar al pato en el living de la casa” (Tato Bores, mayo de 1989.)
Alcanza con tipiar “Tato Bores” en Google para encontrarse con un vasto archivo audiovisual que da una adecuada idea de su estatura, inversamente proporcional a su físico. Mauricio Borensztein no sólo fue un gran humorista: fue un tipo de enorme inteligencia, fino, bien rodeado por libretistas que interpretaban cabalmente su personaje, capaz de destilar una ironía para el humor político hoy desaparecida de la tele.
Un tipo vigente, como demuestra la frase de acá arriba, la definición de 1988 de que “ser peronista en Capital es un oficio más sufrido que ser almirante en Bolivia” o la reflexión sobre el “ingreso al Primer Mundo” pregonado por Carlos Saúl I: “No tiene sentido cortarse una pierna para venderla y después comprarse un zapato”.
En el primer programa de Tato de América, emitido en 1992 por Canal 13, Los Prepu lo fumigaban para protegerlo de los mosquitos del cólera: ver esa escena hoy conduce nuevamente a la sensación de la Argentina como país cíclico, repetitivo.
A fines de 1989 “celebraba” que con ese gobierno “los liberales manejan la economía como siempre, pero más de frente”, hablaba de un tema candente (“Entré a la Rural y me encontré con mi gran amigo Alchourron y me dice: ‘Tato, cómo no voy a estar contento, sacaron las retenciones, el gobierno peronista ya no nos llama más oligarcas y además ahora formamos parte de la revolución productiva’”), patinaba por el estudio y monologaba y hasta en los cuadros musicales con Camila Perissé había letras cargadas de entrelíneas.
“Ahora ya no se acuerda más nadie de los saqueos a los supermercados o del desabastecimiento”, dijo en su último monólogo de ese año. “Y ojo que eso es peligroso porque acá parece que todos nos olvidamos rápidamente, y las cosas que se olvidan rápidamente hacen que uno rápidamente vuelva a meter la pata. No sé si me explico.”
Tato se explicaba. Tato resiste cualquier archivo: cuando se lo ve “hablando por teléfono” con Videla en 1980, su “My dear Mr. Président!” sólo puede ser malinterpretado por alguien con aviesas intenciones, que quiera ver colaboracionismo allí donde hay pura sorna. Tato se entusiasma al escuchar que Videla planea dejar el poder, pero cuando dice “ah, no vamos a elegir nosotros, a su sucesor lo van a elegir ustedes... ¡está bien, si a nosotros nos duran tan poquito!”, su mirada a cámara es un compendio de intención, una interpelación al argentino medio, una patada en los huevos además de una cosquilla para la risa.
Hoy en la tevé hay un animador que hace “gran espectáculo” de poner siliconas a patinar sobre hielo –esa maniobra tan Romay–, explotar a unos pibes en un concurso de baile o festejarle a un boxeador la ocurrencia de pegarle a las mujeres.
En Gran Cuñado, Marcelo Tinelli hace desfilar a una troupe de imitadores de figurones políticos: sólo la pobreza creativa actual hace que ese mero recurso sea festejado por algunos como “el regreso del humor político a la TV”, que un diario afirme que “el Gobierno hizo todo para evitar que se hiciera Gran Cuñado”, que los one liners de un dibujante al que el 90 por ciento de sus colegas señalan como plagiario recurrente sean considerados la reencarnación del texto de César Bruto, Aldo Cammarota, Santiago Varela, Rudy/Paz y demás libretistas de Tato. El que nace para pito nunca llega a ser corneta.
La gran diferencia es que a Tato Bores le dolía de verdad el país, quería hacerlo reír pero también buscaba mejorar a la raza política, tirarle de las orejas, operar como una humilde voz de la conciencia para el político y el ciudadano común: pedir la neurona atenta.
En el mundo tinellista todo eso se traduce en una visión pragmática, utilitarista, pescadora de rating: reírse por reírse nomás, doblado en dos y abrazado al micrófono, apelando a caricaturas metidas en el símil de un reality idiota para hacer unos mangos con el voto telefónico (voto además contaminado por los “vivo” que no son “vivo”), con la vieja y conocida actitud de compartir con la tribuna de comicastros el espíritu de “mirá al goma que votó no positivo, el goma que odia a la puta oligarquía, el que fue presidente y vive perdido, el goma que le arregla el pelo a la presidenta”.
“De la indignación me tiembla la peluca, porque este país alguna vez tiene que ser un país en serio, y ese alguna vez tiene que ser esta vez, y mañana, y mañana, y mañana, y good show”, supo decir Tato.
Usar la risa como método de reflexión es una posible herramienta para buscar la seriedad, pero –a revisar YouTube otra vez– esa herramienta comenzó a oxidarse el 11 de enero de 1996, cuando la peluca indignada se quedó sola para siempre. Hoy abundan los brillos, las superproducciones, los papelitos, las luces y lujos, la carcajada fácil, los flashes y las ovaciones. Y de pronto suena el teléfono, y nos despierta a la dura realidad.
"No va Sinatra".
Queremos tanto a Tato
Por Sandra Russo
El humor político televisivo funciona siempre y funciona mucho en todas partes, en cualquier época. El humor político es uno de los síntomas más fuertes de libertad de expresión. Las dictaduras no toleran el humor político. No se quejan de él. No lo refutan. Lo prohíben.
En estos días se pudieron ver, como parte del operativo de prensa montado alrededor de Gran Cuñado, imágenes de archivo de muchos de los imitadores que en los últimos años tomaron rasgos físicos y muletillas de presidentes o ministros. Cuando esas caricaturas audiovisuales superaron en visibilidad a quienes las habían inspirado, después el hombre o las mujeres reales parecían a su vez imitadores de su propia imitación.
La imitación ha sido tomada durante estas últimas décadas, genéricamente, como humor político.
Pero en el territorio fundante del humor político televisivo sigue reinando Tato Bores, cuya herramienta nunca fue la imitación, sino el lenguaje.
Sus monólogos eran radiografías caricaturescas de la realidad que los espectadores palpaban en la realidad. El talento de Tato radicaba en correr de registro la realidad, en leerla en modo oblicuo. El humor brotaba en las contradicciones, en los remates descolocados, en la incertidumbre del monologuista, en las complicidades con el público.
Estamos muy lejos de encontrar otro Tato Bores. Estamos lejos, también, de que la televisión de hoy le dé cabida a un talento como fue Tato Bores, si es que asomara.
Hoy el rasgo principal del humor político consiste en simplificar el género, que siempre funciona tanto, con caricaturas vivientes que emiten muletillas y son festejadas cuando el público “reconoce” al personaje real.
La televisión de hoy no permitiría un emergente, si lo hubiera, del humor político que cultivó Tato Bores, cuando todavía la televisión no había desarrollado y puesto en marcha todos sus atributos de manipulación política.
Las nominaciones y sentencias de un presunto “voto telefónico” no fueron tales, porque el programa fue grabado. Pero el “Cristina, estás sentenciada” quedó vibrando como un veredicto, cuando fue nada más que un gag de producción, un remate del guión.
¿Cuánta libertad de prensa habrá en los canales de televisión ahora? ¿Cuánta mutiplicidad de ideas, que es lo que supone la libertad de prensa, se estará convirtiendo en una sola voz continua que ve las cosas de un solo punto de vista?
¿Hasta qué punto en América alguien puede ser crítico con Francisco de Narváez y en Canal 13 con Reutemann o un gran ruralista? La televisión, como gran parte de las emisoras de radio, se han convertido en dispositivos de disciplinamiento de la opinión pública.
No hay voces discordantes ni periodistas molestos para el discurso hegemónico de los grandes y pequeños grupos.
La operación de Tinelli, esta vez, cruza del 13 a América, todos los días, sin falta, con Jorge Rial midiendo el minuto a minuto de Gran Cuñado y dando los resultados como si fuesen los electorales.
Así, la televisión es nuevamente su propia caja de resonancia, más potente que cualquier spot, más impune que cualquier spot, más perversa que cualquier spot. El discurso que no tienen los personajes de Gran Cuñado se lo ponen las decenas de conductores y presentadores que al día siguiente comentan Gran Cuñado.
El vertiginoso, consistente monólogo de Tato se ha convertido en una masa informe de comentarios sobre el programa de Tinelli que se incrusta en el aire que respiramos todos, los que elegimos ver o no ver ese programa. La masa de comentarios es una nube discursiva de la alta densidad de boludeces y prejuicios. Ese es el texto del humor político de Gran Cuñado. La resaca de comentarios gomazos que distraen la atención del público de los discursos reales de los protagonistas.
Tato Bores nunca se alejaba de los discursos reales de los protagonistas. Precisamente a la inversa, su disparador era la palabra que había quedado flotando, la interpretación de un conflicto, los temas que eran de máximo interés en cada época. Tato Bores hacía un humor político que partía del respeto íntimo del actor a la política y un testimonio de su fe democrática.
Lo de Tinelli es más Tinelli, una vuelta de página más del universo gomazo en el que todo y todos son lo mismo, materia prima de minuto a minuto, pasto para el chiste que circula como si quien lo emite fuera un desodorante de ambiente colectivo. Pero el problema es que Tinelli es parte de la polución.