domingo, 26 de julio de 2009

El ocaso de la democracia liberal

El ocaso de la democracia liberal





El descubrimiento de que el Senado brasileño es un antro de nepotismo, corrupción, tráfico de influencias y administraciones mezquinas -a pesar de que haya senadores y funcionarios éticos, de una dedicación esmerada al servicio público- pone sobre el tapete una cuestión más profunda: el fin de una era política en que las instituciones de poder se mantenían por encima de toda sospecha.


La inmunidad es hermana gemela de la impunidad. Como el actual sistema democrático es meramente delegativo, los elegidos desprovistos de carácter y de valores morales se valen de los laberínticos canales del poder público para, en nombre del pueblo, buscar su propio beneficio.


Para ello echan mano de leyes secretas, artimañas casuísticas, nepotismo implícito, desplegando una red burocrática integrada por funcionarios conniventes, cómplices de la desfachatez, desprovistos de ética y de amor a la cosa pública a causa de prebendas abusivas.


En las sociedades capitalistas predominan las relaciones desiguales de poder. Una de las características del parlamento burgués es legislar en provecho propio, sobretodo en cuanto concierne a salarios, viáticos, propinas y garantías (para vivienda, en el plano de la salud, transportes para familiares, etc.) "No hay nada más peligroso que la influencia de los intereses privados en los asuntos públicos", escribió Rousseau en El contrato social.


Ser elegido concejal, diputado o senador se vuelve, para muchos, una ambición personal carente de cualquier motivación de servicio al bien común. La elección se transforma en una lotería. El premiado asciende a la esfera blindada por el aura de autoridad, exento de todo peligro de que la sociedad le investigue y, eventualmente, lo castigue. Sólo puede ser juzgado por sus pares e instancias superiores, casi siempre marcadas por una complaciente connivencia.


El ocaso de la democracia liberal viene originado por el control social sobre el poder público. Los abusos salen a la luz merced a las investigaciones de la prensa, de los movimientos sociales y las ONGs que se dedican a revisar las cuentas públicas y hacer transparente la actuación de los políticos. De ese modo se echan las semillas de una nueva era democrática, la de la autoridad compartida.


Ese ejercicio ciudadano de control de los elegidos y de la máquina del Estado va minando poco a poco la excusa políticamente amparada en el coronelismo, en el compadrazgo, en las amenazas veladas y explícitas, en la amplia red de nombramientos y compensaciones, que van desde las licitaciones amañadas hasta el salario astronómico de un confabulado. Se rompen las cuerdas que envuelven el poder, lo desprivatiza, lo devuelve a su auténtica finalidad: el servicio al público.


En la democracia participativa la autoridad es ejercida por el ciudadano y la ciudadana, a quien el político, como servidor, tiene el deber de rendir cuentas. Se toma en serio el concepto de democracia: el ejercicio del poder, no solamente en nombre del pueblo, sino para el pueblo y con el pueblo. A través de mecanismos de control del desempeño de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, se conocen sus hechos y se revelan los oscuros meandros que hasta entonces favorecían las oscuridades encubridoras de las sinvergüenzadas cometidas a espaldas del público y con el dinero del contribuyente.


Ahora todos saben que el rey está desnudo. Poco a poco se rompe la antigua hegemonía de poder que consistía en el control de los medios, en el sometimiento de los partidos a figuras caudillescas, en la creación de una amplia red de influencias a través de nombramientos orientados al fortalecimiento de las bases políticas que le aseguraban a una familia, grupo o partido la perpetuidad en el poder.


Se refunda el Estado moderno. En América Latina y El Caribe despunta la primavera democrática que rechaza los golpes de Estado, como sucede ahora en Honduras, y se veta el acceso al poder de los políticos sumisos al recetario neoliberal.



Para horror de las viejas oligarquías, muchos elegidos tienen su origen político en movimientos sociales, gobiernan en beneficio de los más pobres y no descartan la utopía de una sociedad poscapitalista.



Es cierto que en este período de transición de la democracia liberal a la democracia real, participativa, se mezclan luces y sombras, como alianzas electorales entre sectores progresistas y conservadores, en el ambiguo compás de una de cal y otra de arena. Los intereses electoreros se sobreponen al rigor ético; el uso del dinero público se oculta con las tarjetas de crédito y las inversiones institucionales, como fondos de pensión, inmunes a la transparencia; empresas privadas compran a políticos y partidos a través del financiamiento de las campañas.


Además del sistema político, la democracia debe robustecer el sistema económico, en los ámbitos familiar, racial, sexual, religioso, en las relaciones comunitarias y corporativas. Eso no se logra sino a través de mecanismos e instituciones que obliguen al Estado a someterse a un efectivo control popular.


Frei Betto es autor de "Diario de Fernando. En las cárceles de la dictadura militar brasileña", entre otros libros.

Traducción de J.L.Burguet