Versión algo más extensa de la entrevista a Alain Brossat aparecida en Público el 18-7-2009. ‘Fuera de lugar’ cierra por vacaciones hasta septiembre, pero si escribo algo en el periódico a lo largo de agosto lo subiré aquí sin falta.
Alain Brossat es filósofo. Imparte clases de filosofía contemporánea y filosofía política en la célebre Universidad de París VIII, fundada tras Mayo del 68. Entre otros numerosos ensayos de crítica radical de la sociedad contemporánea, publicó en 2008 El gran hartazgo cultural sobre el papel de la cultura hoy. Su obra La democracia inmunitaria ha sido traducida al castellano por la editorial Palinodia.
Nuestra pereza mental asocia aún cultura y emancipación. Sin embargo, la actual inflación del sector cultural no parece llevar aparejada una emancipación social muy visible. ¿Y si más que hacernos actores, nos vuelve espectadores? ¿Y si más que afinar nuestra sensibilidad al mundo, nos anestesia?
Ha escrito usted que vivimos en un “todo cultural”, ¿qué significa esto?
Lo más propio de lo que hoy se designa con el vocablo de “cultura” es ser una esfera en expansión permanente: los vinos de Burdeos y las obras de arte expuestas en el Louvre, las series de televisión, las carreras de caballos, los cruceros por el Mediterráneo, la gastronomía, los peregrinajes a Santiago de Compostela y los cursos de tango. Hay pocos objetos y conductas, si lo pensamos bien, que no puedan encontrarse dotados de una dimensión o una coartada cultural. Lo que se llama comúnmente cultura tiene en ese sentido la apariencia de uno de esos almacenes donde los anticuarios hacen coexistir los objetos más heteroclitos. La yuxtaposición de los objetos, las prácticas y los discursos más heterogéneos es el principio mismo de lo cultural hoy: coexisten en un mismo plano lo antiguo y el último grito, lo popular y lo elitista, lo familiar y lo exótico, etc. Esto es de lo que se quejan los nuevos reaccionarios que quieren que cada cosa esté en su sitio: Mozart en todo lo alto y por abajo el rap de las periferias urbanas.
Si su crítica no es reaccionaria, ¿de qué tipo es?
Al mismo tiempo que es un cajón de sastre, sometido a un principio de equivalencia estricto, imposible de jerarquizar, la cultura contemporánea es un medio líquido en el que todo circula, se vende y se vuelve intercambiable. El dominio de la cultura se ha vuelto indistinto al del consumo. En ese sentido, la cultura es esa especie de cemento líquido que contribuye poderosamente a mantener unida la vida social en torno a una multitud de objetos o a un conjunto de conductas estereotipadas (contemplar una emisión de televisión, visitar un museo, seguir un acontecimiento deportivo, leer el último premio Planeta…). Ahí donde tantos factores sociales, políticos y económicos tienden a desgarrar nuestras sociedades, incrementando las desigualdades, atizando los conflictos, la cultura funciona hoy como un dispositivo de agregación involuntaria de los seres vivos, una fábrica de la vida común sin debate ni consentimiento.
¿Quiere decir que la cultura despolitiza la vida social?
Mientras que la democracia representativa moderna reposa sobre la institucionalización del conflicto y, por tanto, sobre el reconocimiento de su carácter primero e irreductible, la democracia cultural niega el conflicto como fundamento mismo de la política: amos y esclavos, patricios y plebeyos, burgueses y proletarios, aristocracia y pueblo. Sustituye el conflicto por la coexistencia pacífica de las diferencias y el imperio del gusto individual: cada uno tiene sus antojos, sus manías, sus fascinaciones, sus hobbies, sus estrellas y emisiones preferidas, sus vacaciones de ensueño, etc. El público cultural suplanta al pueblo político. La sociedad ha sustituido la pasión de la igualdad por un régimen de tolerancia generalizada, pero una tolerancia blanda, cuyo reverso es el repliegue sobre sí de las “comunidades”, cada una de ellas una micro-cultura no igual, sino equivalente a las demás.
En nuestras sociedades se da una relación entre la contracción de la esfera política, la esfera de la acción colectiva y la política viva, y la expansión de modalidades culturales: el consumo, la espectacularización, etc. El entretenimiento, todavía ayer, se inscribía esencialmente en el registro de la vida privada. Hoy es el negocio de las industrias culturales. No soy yo quien lo dice, sino Sarkozy que, en la víspera del último Mundial de Fútbol, fabricó este aforismo: “Francia en la final, tres meses de paz social”. El análisis crítico debe consistir en un esfuerzo constante para describir el proceso mediante el cual un movimiento insurreccional o un desplazamiento en la esfera política vive siempre bajo la amenaza de ser reciclado, reinyectado en el medio líquido de la cultura, transformado en un grumo del protoplasma cultural, como las películas recientes sobre Louise Michel o el Che Guevara.
En otro tiempo la cultura fue sinónimo de emancipación…
Contrariamente a lo que pudo afirmar un día Pasolini en un arrebato de optimismo prematuro, la cultura no es lo que resiste a la distracción, sino que se ha convertido en la fábrica del sujeto ocupado y entretenido. La cultura contemporánea mezcla las dimensiones de la formación, del conocimiento -que supuestamente son el fundamento de la responsabilidad y la lucidez del sujeto moderno- y de la distracción y el entretenimiento. El gesto de vincular el destino de la cultura como tal al de la emancipación del sujeto moderno se vuelve de golpe impracticable. Bajo el umbral soleado de la Ilustración, personajes como Fígaro, Jacques el Fatalista de Diderot o el Jean-Jacques de las Confesiones establecieron un pacto entre la cultura que habían adquirido por sí mismos (eran autodidactas), su experiencia propia de la vida y la pasión de la emancipación, de la igualdad que les movía. Ese pacto hoy está roto. Ha sido revocado por la cultura contemporánea, que se ha vuelto, en lo esencial, un coagulante social, un tranquilizante, un consuelo, sobre todo en su forma masiva, la de la cultura de masas producida y difundida por las industrias culturales, fundamentalmente hecha de imágenes. Los regímenes de consolación tradicional están muertos o moribundos (la religión, la vida de familia, la existencia comunitaria…) y la cultura aparece entonces como la música de acompañamiento de nuestra melancolía perpetua que nos distrae del dolor punzante de una existencia sin esperanza, objetivo ni gozo. “Cuando los hombres mueren, entran en la Historia. Cuando las estatuas mueren, entran en el Arte. Esa botánica de la muerte es lo que llamamos cultura” (Chris Marker, en el film de Alain Resnais Las estatuas también mueren).
¿Qué posibles vías de resistencia anti-cultural ve hoy?
Como decía Artaud, “no me parece qué lo más urgente sea defender una cultura cuya existencia jamás ha salvado a un hombre de la preocupación de vivir mejor o de tener hambre, sino extraer de aquello que llamamos cultura las ideas cuya fuerza viviente sea idéntica a la fuerza del hambre”. Se vuelve cada vez más difícil nombrar una manifestación de la vida humana que se mantenga rigurosamente a distancia de la cultura. Enumeremos sin embargo algunas: una huelga con ocupación no es un acontecimiento cultural, aunque se baile y se cante en los talleres como en junio de 1936; escribir En busca del tiempo perdido o Las palabras y las cosas, rodar Un perro andaluz o pintar el Guernica no son actividades culturales, aunque a posteriori haya una captura cultural del acontecimiento suscitado por un gesto de arte. Como decía autor desconocido o, más bien olvidado, “en la organización de la sociedad, ninguna obra de arte puede sustraerse a su pertenencia a la cultura, pero no hay ninguna, si es algo más que un producto industrial, que no oponga a la cultura un gesto de rechazo: la voluntad misma por la que se convirtió en obra de arte”. En este sentido, la política y el arte son lo que resiste al movimiento general de “culturización” de nuestras existencias. Un asunto cultural no suscita el conflicto más que cuando una cuestión política lo atraviesa: por ejemplo, la cuestión de los intermitentes del espectáculo [trabajadores flexibles y discontinuos de la industria cultural] no es un tema cultural, interno a la cultura, sino más bien político; cuando la embajada de Francia en Washington suspende la representación en el centro cultural francés de la capital estadounidense de una pieza de Michael Vinaver sobre el 11 de septiembre, con el fin de no arriesgarse a una reacción negativa de las autoridades americanas, no es tanto la “cultura” la que expone sus facultades críticas como el arte el que manifesta sus virtualidades política, suscitando la censura, un gesto decididamente político.