“Mire, no es por nada –dice la puestera de la plaza- pero acá vienen los extranjeros y para ellos no son nada los mil doscientos pesos de alquiler que me quieren empezar a cobrar a mi. Yo, apenas puedo pagar los doscientos que pago ahora”.
Se respira Tilcara, se sienten sus comidas y sus músicas. La pena y el desconcierto de esta buena mujer finalmente transforman la colorida feria en un escenario más mundano y verosímil: comienzan a identificarse con mayor claridad los juegos de poder e intereses que atraviesan a este entramado social; afloran las evidencias de una realidad que se metamorfosea conflictivamente; quedan expuestos sobre el estante cuáles son las luchas de estos hombres, silenciosas sólo para los oídos sordos.
Las manos de la vendedora no han dejado de envolver la taza de arcilla cocida. Esos dedos que buscan la forma del cacharro son casi una metáfora de las vueltas que ella parece darle al asunto en su cabeza, con bronca y certeza respecto del presente, con incertidumbre del futuro.
Situación semejante vive el escultor y pintor Emilio Haro Galli, cuyo taller progresivamente va quedando más relegado hacia las márgenes del mismo poblado. También todos aquellos lugareños que habitan construcciones modestas pero sumamente atractivas para el negocio inmobiliario (sujetos que además mayormente viven de actividades definibles como de “economía de subsistencia”). Irremediablemente, y como forma de superar esta contradicción, muchas veces aparece el cartelito: “En venta" [2].
El análisis del asunto no se agota en la simple consideración de las variables de la oferta y la demanda del mercado. Pues dichas transacciones encierran un sistemático desplazamiento de los nativos que venden a favor de los “nuevos lugareños” que compran. Desplazamiento que es multidimensional: físico o geográfico, económico, identitario, cultural.
Tradicionalismo postmoderno
El desplazamiento de los habitantes de las zonas más turísticas de la Quebrada de Humahuaca, y el repliegue u ocultamiento voluntario ante la invasividad del foráneo que se analizará más adelante, generan “vacíos” que son “rellenados” en parte por gente de billeteras muñidas y “visión de negocios” (como el marketing ha bautizado eufemísticamente al oportunismo de mercado). Esto es, aquellos que se establecen en el lugar para forjar una iniciativa comercial, preferentemente –por no decir siempre- en aquellos lugares “cedidos” por los lugareños.
En el esfuerzo por atender a la complejidad de la relación capital – trabajo – identidad en este contexto puntual de neo-colonialismo, no se debe desconocer la presencia de un pequeño grupo de “burgueses autóctonos” que reproducen los parámetros laborales de explotación del trabajador. Aquí, del semejante en cuanto a origen común.
Parte central del montaje del emprendimiento es la movilización del aparato de la imagen encargado de atraer y captar al visitante ocasional prometiéndole una cálida estadía en el lugar. Se genera entonces toda una pintoresca estética “indoamericana” para un negocio perfectamente occidental, orientado a la extracción de la mayor ganancia económica posible.
Más que de un “neotradicionalismo”, esta reterritorialización conflictiva (que como ya se dijo no es sólo física o geográfica) podría entenderse como una suerte de “tradicionalismo postmoderno”: la nueva estructura establecida para garantizar el confort y los placeres individuales, se caracteriza por ser artificial y centrada en lo superficial. En suma, se des-significan los valores históricamente propios y constitutivos del universo simbólico ahora profanado. Lejos de lo legítimo, enajenados, quedan los sentidos de las chacanas y las wiphalas que adornan los locales.
La forma en la cual la mercantilización vacía de autenticidad los simbolismos que comercializa se evidencia en múltiples circunstancias. Por caso, los menús típicos suelen ofrecer roast beef o ensalada waldorf; en las puertas de restaurantes, que dicen open y close. Alternativas que apuntan a que el capitalino (extranjero cuanto no) pueda ejercitar la acrobacia imposible de conocer al otro sin extrañarse a sí mismo.
El público al cual se orienta este montaje se refleja también en precios desmesurados para el costo de vida en el lugar, que aportan estatus al visitante que accede a ellos pero que cierran la puerta al vecino.
Algunos comercios, sobre todo comedores, promocionan como un valor agregado en su servicio la atención por parte de gente del propio poblado (quizá, antiguos propietarios…). “Ustedes serán atendidos por una joven y hermosa tilcareña”, anuncia en un presupuesto que hace circular por correo electrónico un conocido y “tradicional” local de Tilcara.
La estética ofrecida involucra una arquitectura y una ambientación más o menos acordes a los parámetros tradicionales, pero también al lugareño. Se trata de una “discriminación positiva”, donde los rasgos aindiados cotizan favorablemente.
Los nuevos dueños –comúnmente asiduos lectores de diarios tras los mostradores- muchas veces son percibidos por los oriundos quebradeños como expropiadores de cultura, usurpadores de una identidad que esencialmente no pueden comprender porque se contradice con sus intereses y su mundo significante.
El discurso de aceptación y de promoción de la diversidad cultural, en boca de quienes representan y encarnan al libre mercado y sus modos inescrupulosos de producción, equivale a la preservación de las manifestaciones de un pueblo (orales, materiales, simbólicas) en cuanto expresión simplemente “folclórica”. Los tejidos, la música, la alfarería, incluso la fauna y la flora adquieren un carácter decorativo. La oportunidad comercial artificializa lo ancestralmente americano descontextualizándolo a través de la escisión entre la forma ofrecida y las creencias y ritos que le dan sentido para los habitantes de los cerros, genuinos herederos – recreadores de su cultura.
No sólo que subsisten sólo aquellas expresiones que pueden sortear exitosamente el balance entre la oferta y la demanda –compitiendo incluso con bienes de campos totalmente diferentes- sino prevalece una versión superficial de la creación original. La identidad disminuida a “artesanía”, queda circunscripta a producto de consumo efímero.
Consumidor “postmoderno”
Este mercado “postmoderno” se completa con un consumidor permeado de características complementarias a él: se trata de quienes equiparan una cultura profundamente milenaria a una cazuela de barro o a un cumbI [3] ; de aquellos que viven el mundo (ese mundo) a través de su ojo digital o de mensajes de texto, las prótesis que manejadas compulsivamente transforman en espectáculo lejano lo que amerita la experiencia directa de los sentidos.
En relación a la consideración general que occidente tiene de las configuraciones sociales disímiles, Jorge Luis Jalfen dice que “[…] nuestra voluntad de respeto por otras culturas esta condicionado a que acepten primero las vacunaciones que indica la medicina occidental o el conocimiento de la naturaleza que imparte la escuela moderna; luego se deja a esos pueblos mantener su música, su alfarería o su estilo de comida (es decir nada que afecte […] el nudo ideológico que sostiene el proyecto subrepticio de colonización y dominio) [4].”
La declaración de la UNESCO de la Quebrada de Humahuaca como Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad en 2003 ha generado una serie de cruces conflictivos inesperados. Para los quebradeños, desde entonces se han profundizado las encrucijadas entre el reconocimiento internacional del propio espacio; la oportunidad económica para la subsistencia; la cosificación de sus prácticas y manifestaciones ancestrales; y la redefinición de tiempos, espacios, escenarios, rutinas.
En este sentido, no son pocos los testimonios de nativos que manifiestan o que aluden a la incomodidad que generan muchos de los comportamientos y valoraciones atribuidos al turista.
Parece ser constitutivo del ritual del viajero capitalino –al menos de buena parte de ellos- asumir el recorrido por la Quebrada como una experiencia asentada en la precariedad y la informalidad, algo que por momentos es visto como positivo en tanto la vivencia se torna una aventura en donde la brújula es lo inesperado.
No obstante, estas condiciones suelen ser también sustento para el inconformismo, comúnmente infundado y exacerbado. Pues es común que ante circunstancias mínimas se desaten el desprecio, la ironía injuriosa, la denuncia de comentarios articulados en improvisadas asambleas con el semejantE [5].
En parte frente a estas actitudes, factibles de caracterizarse como propias a una “burguesía iletrada”, acontece un segundo fenómeno asociado a las disputas por la geografía en este Patrimonio de la Humanidad (ya se ha señalado lo referente a los desplazamientos de los nativos por el advenimiento de emprendimientos comerciales ajenos al lugar). Hay que sumar a ellos los repliegues u ocultamientos voluntarios de los quebradeños que son, más bien, temporales.
Mientras que los primeros son de carácter permanente (como ya se explicó, por caso de la venta o alquiler de la propia vivienda), los segundos se dan por períodos de tiempo más cortos, y tienen que ver con la circulación y permanencia de los lugareños en ámbitos públicos durante las temporadas “altas” del turismo. Ahora, son ellos los extraños.
Invasividad espacial, arrogancia, ruiderío excesivo y toda una serie de procederes del visitante distantes del universo cultural propio, hacen que muchas veces el poblador –sobre todo los mayores y los que habitan entornos más rurales- se presente sólo lo indispensable por sus ferias, plazas y calles.
Un colla cool
El preconcepto entre un visitante occidental atravesado por el consumo y el interés individual, y un nativo profundamente imbuido de las expresiones y cosmovisiones del lugar y ferviente defensor de las mismas, es incurrir en el error de una categorización taxativa, prejuiciosa e inexacta.
Para completar este panorama aproximativo de los procesos que se tejen en los puntos más turísticos de la Quebrada de Humahuaca, se hace necesario acercarse a otro aspecto de la relación individuo – mercado. Caminar por las diferentes ferias comerciales de la región permite interpretar la existencia de un fenómeno identificable como una inversión del consumo entre dos tipos de sujetos disímiles y en relación a dos mercados sustancialmente contrastantes.
Por un lado se encuentra un mercado artesanal o pseudoartesanal, ubicado en general en los espacios por los cuales circula el grueso de los visitantes proveniente en general de centros ciudadanos ya socializados con lo “moderno” y que se orienta a acceder a todo ese conjunto de “artesanías” que se le ofrecen: tejidos de lana de camélidos, cerámicas, tallados, etc., productos que serían portadores del valor de la indianidaD [6].
Las manifestaciones artístico – culturales promocionadas como “artesanales” terminan adquiriendo el status de fetiche comercial exonerado de su sentido primigenio (o lo que es lo mismo, des-significado de sus esencias): ante un nativo que no se apropia de él, un turista que lo toma y lo reinterpreta de acuerdo a sus parámetros occidentales.
El consumo circunstancial de productos valorados superficialmente hace del acto de la compra un ritual puramente económico antes que significado auténticamente, considerando al objeto desde su punto de vista original. El ejercicio se circunscribe al ingenuo intento de aprehender, de asir, toda una puesta en escena que se erige como sustituto de un universo profundamente rico. Por las condiciones en las cuales se genera la transacción, resulta difícil imaginar el otorgamiento de un sentido trascendental que esté más allá del valor de uso inmediato del producto en sí. Claro, más un pequeño plus que tenga que ver con una apreciación individual de él (probablemente en cuanto ornamentación o manifestación estilística de asumisión ocasional).
La otra arista de esta inversión del consumo tiene como protagonista a buena parte de los nativos, siendo en los jóvenes en donde se hace más evidente. En apariencia, este grupo no toma para si aquellos objetos que encarnan simbolismos relativos a la que –en teoría- es la propia cultura: oyen dominantemente los sonidos provenientes de los centros modernos rechazando incluso la vernácula, prefieren los atuendos y vestimentas con leyendas en inglés antes que las prendas definidas como características y distintivas de lo propio.
El escritor, maestro, asesor de instituciones culturales, periodista y museógrafo quebradeño Sixto Vázquez Zuleta (Toqo), sostiene que “Algunos [descendientes de quienes habitaron la zona], los menos, siguen viviendo relativamente como sus antepasados, pero sometidos a una incesante presión para ajustarlos a un esquema basado, no en el autoabastecimiento, sino en una compleja sociedad mercantilista" [7].
Se accede a este consumo en ferias [8] que conjugan toda una batería de elementos electrónicos y de la moda textil, productos canonizados como de vanguardia para los parámetros de las ciudades imbuidas de lo “moderno”.
Y este modelo de comportamiento no se presenta como circunstancial, tal la actitud del turista respecto de los objetos regionales. Antes bien, se erige como el norte de la forma de ser para la cultura juvenil del lugar. La imagen es la de sujetos alienados por un consumo garantía de ingreso a ese mundo que ofrece éxito, superación individual y confort. Este acto, ilusorio, ayudaría a la obtención de cierto status de no-indianidad anhelado.
Las expresiones oralizadas de nativos que niegan su condición de originarios se multiplican de manera expresa. Esto también es característico, fundamentalmente, en muchos jóvenes. Efectivamente, pocos se reconocen aborígenes en la contemporaneidad [9]. Pueden aceptar a lo sumo el antecedente indoamericano, pero pocas veces a lo indígena como una característica actual, activa, viva a flor de piel.
“El indio tiene vergüenza de serlo; tanto se la ha repetido que los indígenas son un estorbo, sucios, marginados y miserables, que ha terminado por creérselo y despersonalizarse […] Cosa extraña, son los mismos indígenas jujeños los que con más vehemencia niegan su condición, y junto a ella, niegan sus costumbres, sus parientes y su tierra" [10].
Para encontrar los fundamentos a estas configuraciones (o destrucción) de la autoconciencia, deben revisarse los procesos tejidos en el tiempo.
El sistema de dominación “violentó y sometió los territorios, la economía, las relaciones de trabajo y también, en cierta medida, la cultura, las mentalidades, los modos de vida, las prácticas sociales y las cosmovisiones, con las que entabló una intensa batalla que no acaba de resolverse" [11].
No pocas instituciones –además de históricamente, con prolongación en la actualidad- son centrales en la introyección de los parámetros que asocian lo indígena con lo inferior y, por lo tanto, como elemento que debe ser rechazado, superado. Escuela, medios de comunicación, mercado, estamentos gubernamentales, iglesia, -salvo honrosas excepciones en algunos de estos casos- continúan la promoción de estas valoraciones, contribuyendo así a la fosilización de las estructuras de dominación [12].
Sin embargo, estos procesos de imposición, complejos de desentramar, generan confrontaciones y constituciones societales contradictorias, protagonizadas por los “diversos sujetos de la dominación y la resistencia que se entrecruzan en conflictos y mestizajes" [13].
En contraste con la perspectiva del allanamiento de las diferencias impuesto en los rincones más secretos de la tierra por la lógica del capital cultural transnacional, y aun aceptando que efectivamente existen desigualdades en los intercambios que actúan en detrimento de algunas conformaciones identitarias, “los estudios recientes sobre efectos simbólicos de la globalización […] muestran más bien que ésta amplía la variedad de ofertas culturales, complejiza las opciones y, a menudo, genera nuevas contradicciones. No hay datos que permitan prever como consecuencia fatal de los procesos globalizadores una hibridación uniformadora" [14].
¡Jallalla! [15]
“Somos cultura que camina en un mundo globalizado”, versa un mural frente a la plaza de Humahuaca. Es curioso que en ella se vea al pueblo andino tomando valores hegemónicos de los centros urbanos y que llegan con el mercado y los medios de comunicación, y no un mundo fundamentalmente nutrido de los valores de la indianidad [16].
A la luz de todo lo anteriormente expresado, la pared pintada se puede interpretar de maneras diversas: como un intento de aferrarse a lo que perdura de lo propio frente a la avasalladora occidentalización; como graciosa ironía; como excusa frente al extraño que se encuentra aquí también con sus valores; como testimonio de una sabia, consciente y medida apertura al mundo dominante; como la aceptación de un nuevo proceso de deculturación, o de hibridación o mestizaje cultural; como una exclamación de reivindicación y vitalidad de lo vernáculo frente a lo otro.
Independientemente de la materialidad de cada una de estas alternativas, la resistencia y la creación son siempre los caminos de los universos marcados por la espiritualidad de la trascendencia [17].
El nuevo pachakuti [18] que está comenzando es el que trae a los pueblos originarios las fuerzas necesarias para la emancipación quizá definitiva.
Son muchos, hoy, los sujetos que luchan por des-sujetarse de las herencias moderno – coloniales, los insurrectos que secretamente recrean la vida enseñada por los abuelos, los antiguos que aprendieron a estar en el mundo con el mundo.
Cientos de runas (hombres) y de warmis (mujeres) escuchan los latidos de la pachamama y frente a la monetarización, la cosificación y el saqueo de las prácticas y los sentidos primigenios que les son inherentes, oponen la dignificación de pueblo profundamente soberano y ancestral, vivo antes de las lógicas monstruosas e impasibles del capital.
En los cerros, de a poco, se levantan nuevamente el azul, el violeta, el naranja, el rojo, todos los colores de la wiphala. En algún abra un misachico subsiste al margen del marketing turístico y de la lógica comercial inescrupulosa. Alguna sonrisa, algún diálogo pleno se inspira y disfruta y se maravilla con lo sencillo y enorme, con lo pequeño y complejo. Incluso, una imilla gringa se llena el pecho viendo las montañas indias del Abya Yala [19] sin pretender comprenderlas, medirlas o poseerlas. Ya en las calles y en los campos, muchos rostros de cobre, silenciosos, gritan sin la boca: ¡Jallalla! ¡Jallalla! ¡Jallalla!
[1] Estas páginas tratan de echar luz sobre hechos, frases, reclamos abiertos, lecturas de los propios actores que para el autor han emergido como sucesos puntuales e inicialmente disociados entre sí. Las vivencias en sucesivas visitas al lugar permitieron alimentar el ejercicio de la reflexión y sustentar las hipótesis elaboradas respecto de las lógicas que los vinculan. En tanto ensayo socio-etnográfico debe considerarse al presente como una mirada interpretativa inacabada respecto de una realidad también inconclusa.
Nota elaborada en la Quebrada de Humahuaca, Jujuy, en enero de 2008 (revisada y ampliada en julio 2009).
[2] Contribuyen a este “éxodo” hacia las urbes las promesas de bienestar y progreso material inmanentes a las representaciones extendidas sobre la vida en las grandes capitales, seductoras para sectores campesinos o de pequeños poblados del interior. Se accedería allí a una existencia portadora de los valores que se dicen urbanos, modernos y occidentales.
[4] Citado en “Una escuela en y para la diversidad”, de Alicia Devalle de Rendo y Viviana Vega. Ed. Aique. Buenos Aires. 1999. p. 54.
[5] Aquellos que viven apiñados en las ciudades y con acceso a servicios muchas veces deficientes, son los que cuestionan un plato frío o un colectivo sin asientos, por mencionar ejemplos aclaratorios. ¿Qué es lo que se rechaza en estos casos? ¿Un servicio que no satisface, o una conformación étnica utilizando como excusa a pequeñas e insignificantes situaciones?
[6] Aquí debe distinguirse entre lo originalmente artesanal (creación única, con un autor determinado en muchos casos) y lo pseudoartesanal o falsamente artesanal, caracterizado por ser una producción industrial (en serie) con formato artesanal (principalmente a partir de la rusticidad con la cual se dota a estas producciones). En este caso, cerámicas, pulóveres, etc. se multiplican de manera idéntica en cada feria, rompiendo con el principio de unicidad de la obra.
Néstor García Canclini, entre tantos otros, ha desarrollado interesantes reflexiones sobre la autenticidad en la producción artesanal y su vínculo con el mercado.
[7] "Indiomanual”, de Sixto Vázquez Zuleta (Toqo). Ed. por Instituto de Cultura Indígena. Humahuaca. 1995. p. 220.
[8] Es importante destacar que éstas se ubican casi exclusivamente fuera de los circuitos turísticos, lejos de los mercados de “artesanías”. Esto es, en donde los lugareños desarrollan la mayoría de las actividades que configuran su cotidianeidad.
[9] La de cómo denominar a los descendientes de quienes comenzaron a transitar la zona hace más de diez mil años es una cuestión irresuelta en estas páginas, como en tantas otras (¿nativos? ¿aborígenes? ¿americanos? ¿originarios? ¿indígenas? ¿indios?).
[10] Vázquez Zuleta, ibídem. pp. 184, 229.
[11] "De saberes y emancipaciones”, por Ana Esther Ceceña. En “De los saberes de la emancipación y de la dominación”, de A. E. Ceceña (coordinadora). Ed. CLACSO. Buenos Aires. 2008. pp. 15 – 16.
[12] "Hace ya muchos años que al indígena se le ha lavado el cerebro por medio de revistas, libros, la escuela y últimamente la televisión, para que esté convencido de que el hombre blanco es superior a él; más rico, más creativo, más valiente, más honesto, más inteligente, más todo. Por otro lado, se le repite que el indio es sucio, flojo, bárbaro, que ser indígena es ser incivilizado, y, por la moderna técnica de repetir, repetir, repetir, el indio termina creyéndoselo”. Vázquez Zuleta, ibídem. p. 119.
La generación de imaginarios descalificadores de lo propio o “autodescalificadores” va más allá del plano identitario inmediato (los hábitos cotidianos de existencia) erosionando lentamente, también, los sentidos colectivos que conforman los basamentos de la construcción social. Por ejemplo, la minga (sistema rural de producción cooperativa y mancomunada) fue cediendo lugar poco a poco al trabajo individual y privado.
[14] "Hibridación”, por Néstor García Canclini. En “Términos críticos de sociología de la cultura”, Carlos Altamirano (director). Ed. Paidós, Buenos Aires. 2002. p. 125.
[15] En quechua, “estamos vivos”, “nunca nos han vencido”.
[16] Llamas que chatean, collas con inscripciones de grupos cumbieros, cactus con auriculares y otros motivos “mestizados” pueden verse en él.
[17] Es claro que resistir y crear son ejercicios que no necesitan de cerrojos dogmáticos que nieguen al mundo como condición para la conservación sacra del propio cosmos, conservándolo impoluto de otras significaciones. Al contrario, el diálogo y el acercamiento a los demás hombres y mujeres es necesario para aprender de esas otras idiosincrasias que pueden alimentar la propia sin desarticularla.
[18] En la cosmovisión andina, el pachakuti es un ciclo de quinientos años positivos que se alternan con otros quinientos negativos, o machakuti.
[19] Forma en la que los antiguos pobladores de la región mencionaban a lo que tras la conquista se denominó “América”.
El argentino Emiliano Bertoglio es licenciado en Ciencias de la Comunicación.